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EL ARTE DE LA ESTRATEGIA

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¿Por qué nos fascina Napoleón?

Estrategias de Occidente > Genios de la Estrategia

Hace unos años se conmemoró el segundo centenario de la coronación de Napoleón como emperador.

Admirado u odiado,
Napoleón es uno de los personajes históricos más populares. Los franceses, en general, se sienten orgullosos de él, mientras que los sentimientos de los europeos oscilan entre la admiración y la hostilidad. En cualquier caso, su figura apenas deja espacio a la indiferencia.

A qué se debe esa capacidad de fascinación que la figura de Napoleón ha venido despertando hasta nuestros días? Podemos pensar que es el resultado lógico de una leyenda construida y difundida por los miles de libros que se han escrito sobre él y su época. Un mito inventado y mantenido a posteriori por la literatura y los intereses políticos y de toda índole que han visto la posibilidad de beneficiarse de su existencia. En 1977 el historiador Jean Tulard decía que Napoleón había inspirado más libros que días habían pasado desde su muerte; y en la actualidad solamente las biografías que le han sido dedicadas son unas 2.000.


Napoleón Bonaparte

Sin embargo, con ello no damos respuesta a la cuestión. Tan solo damos pie a otra pregunta: ¿por qué Bonaparte y su época han conseguido atraer, de manera constante, el interés y la curiosidad de tantos historiadores, escritores, políticos y lectores, a lo largo de doscientos años? Contestarla nos acerca de nuevo a la primera respuesta, aunque ahora desde otra óptica. Se trata de darse cuenta de que fue el mismo Napoleón el primer y probablemente principal impulsor y artífice de su propia leyenda. La habilidad, oportunidad y tenacidad con que supo presentar, dejar constancia y difundir sus éxitos, sus proyectos, sus campañas, sus iniciativas, su política... abrieron una nueva era: la del protagonismo político e histórico de la comunicación y de la propaganda. A través de la prensa, la imagen, las artes en general, la palabra, los gestos y celebraciones, las crónicas y las memorias, Bonaparte dedicó empeño, tiempo, dinero y profesionalidad a labrar su propia imagen, tanto para sus objetivos políticos como personales, para el presente y para la posteridad. Así, la maquinaria de sabios, escritores y artistas que puso en funcionamiento y que lo acompañó a lo largo de su trayectoria iba a mostrarse al menos tan eficaz como su maquinaria política y militar.

Desde el primer momento, pues, la imagen y la fama que el propio Napoleón labró de sí mismo resultaron inseparables de su leyenda. La publicidad de sus gestas, las comparaciones con grandes nombres de la historia (
César, Alejandro Magno, Luis XIV...) y la admiración que suscitaba el propio carácter inverosímil de su trayectoria personal se suman, pues, como factores clave para entender la fascinación que puede despertar, como un gran héroe. El momento clave de transformación de la civilización occidental en el que se encuadra su biografía puso, oportunamente, el resto.


Napoleón Bonaparte

Doscientos años de Napoleones
A lo largo de los siglos XIX y XX, así como en los inicios del siglo XXI en que empiezan a oírse los ecos del bicentenario de su consagración como emperador, se han perpetuado el mito y el estereotipo en torno a una imagen con dos caras, si no poliédrica, de Bonaparte. Así, aunque en el siglo XIX tendió a prevalecer la figura del héroe y del genio, potenciadas por el romanticismo y que consagrarían la mitificación del personaje, no por ello dejó de adquirir relieve su identificación con el mito negativo construido por la leyenda negra que difundieron sus enemigos. Para la mayoría de los ingleses, españoles y muchos otros pueblos europeos, el corso representaba la encarnación del nuevo Anticristo (el mal absoluto), así como la viva imagen del ogro que todo lo devora. Al mismo tiempo, a lo largo del siglo XIX,
Napoleón se convirtió en una referencia contradictoria para pensadores y políticos. Para unos había sido, sobre todo, quien había logrado poner fin a la Revolución, mientras que otros lo consideraron como el hombre que había sido capaz de salvaguardar lo fundamental del legado revolucionario, impidiendo, a su vez, cualquier veleidad restauracionista. Ciertamente, ya en el siglo XIX había surgido la referencia a Bonaparte como el impulsor del orden, pero esta sería más bien la imagen que adquiriría mayor peso en el siglo XX. Así, las dictaduras y los totalitarismos del nuevo siglo intentaron ver en él a un precursor: salvador militar, para los dictadores; fustigador de la democracia y heraldo del orden, para la extrema derecha. Incluso a quienes como Franco se presentaban como adalides de un nacionalismo supuestamente surgido de la lucha contra las tropas napoleónicas, les resultaba difícil esconder la admiración (o la envidia) por el estereotipo que ellos mismos mantenían del emperador. Uno de los primeros manuales franquistas de historia, de 1939, decía que la Revolución Francesa había acabado como terminan "todas las revoluciones: tomaba una apariencia decente, de orden, de autoridad. Un militar, Napoleón Bonaparte, daba un golpe de Estado y se apoderaba del poder. Al tumulto sucedió la dictadura: el mando fuerte y único".

El siglo XX fue, sobre todo, el de la recuperación histórica de
Napoleón. Una recuperación que evidenció, por ejemplo, Furet en 1990, al explicar la diferencia capital entre un déspota ilustrado como Bonaparte y un dictador retrógrado como Hitler; mientras "Bonaparte estuvo en concordancia con lo que podemos llamar el sentido de la historia, Hitler, al contrario, manifestó una voluntad fanática de negar la democracia y la igualdad de los hombres o, dicho de otro modo, anduvo en dirección contraria a los dos siglos que lo precedieron".


Napoleón Bonaparte

El Napoleón del siglo XXI
La mirada sobre la figura de
Napoleón en el despertar del siglo XXI sigue respondiendo más a interpretaciones de conveniencia y oportunidad que al rigor del análisis histórico. Así, actualmente no resulta infrecuente la alusión al emperador como precursor de la unidad europea o de la formación de una Europa federal; una consideración que ciertamente figura en las memorias recogidas en la isla de Santa Helena por Las Cases, pero que es propia del pensamiento y la voluntad del general derrotado, preocupado por salvaguardar un recuerdo de grandeza para la posteridad, y no de la política del emperador victorioso. Por otra parte, no son pocos los que actualmente ven en Napoleón el factor del despertar de los nacionalismos. Sin embargo, la oposición generada por el expansionismo del Imperio Napoleónico difícilmente se corresponde con la generación de las identidades nacionales. La dimensión nacional de las reacciones que generó concernieron casi exclusivamente a las élites y al localismo y no a la unanimidad popular ni a la generación de una supuesta identidad nacional ahí donde esta no existía ya con anterioridad. En este sentido, tan solo el caso español pudo ser parcialmente una excepción.


Napoleón Bonaparte

La singularidad personal de
Napoleón eclipsa, a menudo, la trascendencia de los cambios registrados en Europa en el paso del siglo XVIII al XIX. La proclamación del Imperio, que ahora se conmemora, parece avalar esta visión. Así, se ha escrito que era Bonaparte quien conducía la historia de Francia y la de Europa. No obstante, la realidad de esa época choca claramente con el reduccionismo de la interpretación personalista. En este sentido, la sensibilidad antimilitarista del mundo occidental actual debería contribuir no tanto a contemplar con indiferencia este período (es evidente que el momento presente no es el más propicio para que la figura de Napoleón pueda estar de moda), cuanto a situarlo en su lugar, y a recuperar una realidad alejada del mito y del estereotipo. Porque, a pesar de que fue un gran militar y un dictador, el sistema por el que ejerció el poder no fue nunca el de una dictadura militar, y porque -a pesar de haber proclamado en su momento: "¡La Revolución ha terminado!"- su obra política fundamental supuso la consolidación de una parte sustancial de la herencia revolucionaria: la abolición de la feudalidad, la igualdad civil, la laicización del Estado, la generalización de la educación pública.


Napoleón Bonaparte

La múltiple dimensión de Bonaparte, de la que brevemente he repasado algunos aspectos en este escrito, resulta clave para comprender tanto la fascinación y la atención que le ha tributado la posteridad como su proyección universal a pesar del fracaso en que acabó su ambición imperial. Un fracaso, por cierto, que hoy resulta especialmente aleccionador frente a cualquier pretensión de conseguir los grandes objetivos políticos exclusivamente, o principalmente, a través de la guerra.

Fuente:
http://www.cliorevista.com/clio/reportajes/884_3.html


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